Hace tiempo, en un encuentro sobre empoderamiento femenino con una asociación, una de las personas que allí estaba me preguntó que a ver si la razón de que yo fuera una feminista militante era porque dos de los hombres a los que se les supone importantes en la vida de una mujer me habían fallado estrepitosamente. Yo contesté que más bien había tenido hombres y mujeres importantes en mi vida, y que probablemente se trataba de los autores y autoras de cabecera, a los/as que he ido siguiendo durante años y que han ido labrando mi ser. Concluí que de existir un hombre de mi vida, éste es un libro (y de poesía para más inri) e indudablemente la mujer de mi vida soy yo. Después, releyendo a una gran antepasada feminista, Mary Wollstoncecraft, me paré a reflexionar sobre una afirmación suya, que lejos de trasladarme en el tiempo al incipiente feminismo del XVIII, centró mi atención en el tema del empoderamiento y el actual desarrollo de poderes vitales en las mujeres. Asunto prioritario dentro de la agenda socio política en este siglo, si es que queremos lograr un retroceso efectivo de esa lacra llamada violencia de género. La cita decía así: “Yo no deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre sí mismas”.
Aun siendo innegable y decisivo el avance en materia legislativa y cimentándose la igualdad formal en ella, no podemos abstraernos al hecho de que son los procesos de empoderamiento femeninos los auténticos senderos a despejar y recorrer para, desde la autonomía propia y colectiva, y la política de alianzas entre nosotras, construir un conjunto de poderes positivos que supongan un nuevo paradigma de convivencia sin violencia inter e intragenérica. Por eso, autonomía y dignidad son los dos pilares a consolidar en las mujeres del siglo XXI.
Cuando las mujeres decimos que somos cada vez más autónomas, estamos reconociendo implícitamente una transgresión con el modelo tradicional de identidad femenina que se nos ha venido inoculando, ya que ésta tiene que ver con la fusión con los demás, con el otro, con los otros, (hijos/as, compañero, progenitores…), pudiendo llegar hasta la anulación personal. Por eso, para abordar la igualdad entre quienes somos diferentes, diversos, lo primero es partir del amor a nosotras mismas, es decir, de una nueva identidad femenina basada en el autorespeto y el reconocimiento de una autoridad propia y protagónica. Autoridad, la nuestra, que debe mirar antes que a nadie hacia nuestro interior e interrogarnos sobre quiénes somos, qué poderes desplegamos, cómo lo hacemos y cuál es la postura vital en que nos encontramos ante la candente cuestión del género en las relaciones interpersonales.
Las capacidades de las mujeres para la empatía, el cuidado y la cooperación deberían ser aspectos sine qua non a aplicar sobre una misma y entre nosotras. Porque empezar por ser ecuánimes y generosas con nosotras mismas es despertar a algo definitivo que es la conciencia de género.
La autonomía nombrada por mujeres e ideada por y para mujeres tiene que ser necesariamente completa y creada en medio de un amplio apoyo social, para lo cual se precisan de unas condiciones de concienciación previas. La autonomía femenina, por tanto, debiera abarcar no sólo aspectos socio económicos, sino también sexuales, psicológicos, emocionales y culturales. Y además tendría que ser sustentada por toda una sociedad, ya no sólo sensibilizada con la causa de la promoción de las mujeres, sino educada en unos valores que contribuyesen al desarrollo de dicha autonomía. O dicho de otro modo y parafraseando a la sufragista anglosajona Emmeline Pankhurst –y curiosamente vuelvo de nuevo los ojos hacia otra ancestra feminista–, si el objeto del progreso es hacer avanzar nuestra civilización, ha de ser a través de mujeres con plenos poderes para ejercer su voluntad; la nuestra, no la que viene impuesta por estereotipos y mandatos patriarcales que, por cierto, muchos pasan por ser extremadamente subliminales hoy en día.
Otra categoría inaplazable en el impulso de la autoconciencia femenina es la construcción de la valoración y la Dignidad, así con mayúsculas. Dignidad frente a la entrega como exigencia patriarcal. Dignidad ante los engaños bajo los que se solapan muchas ansias de dominación y privilegios sobre las mujeres. Dignidad con un pensamiento crítico que nos haga avanzar sin menospreciar nuestros anhelos de bienestar. Dignidad contra los arrebatos execrables de la violencia machista, física y psicológica. Y Dignidad para construir una convivencia entre personas, hombres y mujeres, sin supremacía y con una participación política en igualdad, con maneras y estilos que no minoricen nuestros espacios y nuestras preocupaciones. Y para todo ello y de forma ineludible, la sororidad, la hermandad entre mujeres, como marca específica femenina de Dignidad, siendo ésta una elección vital y trascendental de reconocimiento de las demás congéneres como merecedoras de aprecio y derechos. El machismo más criminal se ha apoyado en incontables ocasiones en mujeres que buscaban la muerte de otras; véase el caso de abogadas defendiendo a maltratadores o contribuyendo a la eliminación física de las mujeres-víctimas más vulnerables por estar enfermas; situación vivida en Navarra con una excoordinadora del Servicio de Atención Jurídica a la Mujer.
El tramo entre la estima personal y la eliminación de la ceguera de género es corto y además resalta nuestra existencia y alienta nuestro empoderamiento. De ahí el afirmar que, ningún hombre es imprescindible en la vida de una mujer, sin embargo, una mujer sí es imprescindible para si misma.
Fortalecernos nosotras mismas, es ya poner en un serio aprieto a esa violencia estructural que padecemos, y que se concreta en una utilización sexista del lenguaje, en la discriminación salarial o en el permanente cuestionamiento, desautorización o negación de los derechos humanos, a que son sometidas muchas mujeres en diferentes ámbitos como el religioso, el jurídico o el político en distintos lugares del orbe.
Indispensable pues, en nuestro tejer convivencial, la sororidad como modus operandi de por vida. Porque cuando una mujer daña a otra, no está dañando simplemente a otra persona, está procurándose daño sobre sí y sobre todo un género, el nuestro, el femenino, que está llamado a abrir definitivamente las puertas de un siglo en el que la justicia social pueda ser por fin una topía y un valor fundamental que refleje una equidad conseguida a golpe de razón y corazón, femeninos, claro está.